Hace tiempo sufrí de una curiosa aflicción por la que quizás la mayoría de las personas pasa en su vida y con la que muchos viven cada día, el miedo a morir.
No recuerdo ni estoy seguro de dónde salió ese miedo, sólo se que apareció repentinamente, por años había vivido sin saber lo que era y de pronto estaba ahí, conmigo, agarrado a mi espalda, agarrado a mi mente, y yo, sin saber cómo lidiar con él. Eventualmente, llegué a términos con mi propio ser y pude procesar ese sentimiento. Hoy, ante tanto estrés, tanta incertidumbre, tanto miedo y tanta ansiedad, ha tocado una vez más a mi puerta y tal parece que será necesario convivir con él una vez más.
No estoy seguro exactamente en qué años de mi vida me invadió este miedo por primera vez, si algo recuerdo es que eran también tiempos de incertidumbre, nada como lo que vivimos ahora pero en aquel entonces también vivía cosas que no me sentía preparado para afrontar, y sin embargo, lo hice. Debió haber sido entre los años 2017 y 2018, en aquel entonces tenía un trabajo estable y aunque lo disfrutaba, no era el trabajo de mis sueños, mi mente ya empezaba a divagar entre mis ganas de hacer la maestría, mi falta de recursos y mi insatisfacción por seguir viviendo en casa de mi madre, con toda mi familia, sin tener un espacio para mi. Esa sensación creciente que me abrumaba, me asfixiaba y (sentía yo) me frenaba, se convirtió en un catalizador para permitir que el miedo apareciera, ese miedo a no haber vivido lo suficiente, ese miedo a que había tantas cosas que aún quería hacer y quizás fue un día ordinario, sin nada en especial, uno más como cualquier otro, sin nada que destacar, pero fue ese día en el que una pregunta que probablemente me habré hecho (sin darme cuenta) muchas otras veces más en mi vida, que se quedó un poco más de tiempo en mi mente, y esta vez se arraigó a mi corazón, presionándolo sin dejarlo ir.
¿Y si mañana pasa algo y me muero?
El pensamiento me paralizó, recuerdo ver pasar los días sin dejar de pensar en ello, mis momentos a solas se llenaban de la insatisfacción, la frustración, la angustia y el miedo que provocaban el tratar de intentar responder a la pregunta. Después de todo, si mañana moría ¿qué dejaba tras de mi? ¿qué había hecho que valiera la pena mencionar? La respuesta para mi era tan sencilla como deprimente: nada.
No había tenido los viajes que quería tener, no había ido a los conciertos de los artistas que me gustaría ir, no había encontrado alguien a quién amar. Si el día de mañana moría mi familia sufriría, y yo si acaso les dejaría sólo deudas. No me sentía autorealizado y aunque había avanzado en el camino hacia conocerme mejor, no podía decir (yo) que hubiera alcanzado algún logro digno de reconocimiento, no había realizado mi maestría, tenía un trabajo que simplemente disfrutaba pero no me satisfacía. Me faltaba tanto y la perspectiva de no estar ahí para cumplir mis metas, me destruía.
En este punto, dos ideas convergen, como dos corrientes que finalmente encuentran un cause común y se unen para formar una fuerza mayor.
En algún punto durante esta batalla mental conmigo mismo y la búsqueda por una solución al predicamento que me consumía, me di cuenta de algunas cosas… realmente ¿sabía lo que quería?, sentía que no había cumplido mis metas pero ¿cuáles eran mis metas? ¿qué quería lograr? ¿qué quería de mi?, y por último ¿qué me estaba deteniendo?
La respuesta a la última pregunta era siempre la que más fácilmente creía responder, “el dinero” decía, siempre el maldito dinero. Me di cuenta que siempre ponía la misma excusa y si bien, el dinero ha sido un recurso muy difícil a lo largo de mi vida, había maneras de conseguirlo así que me di a la tarea de contestar esa pregunta sin usar esa palabra. La verdadera respuesta, la encontré en un espejo.
Me encontré a mi mismo perdido en la cotidianidad de mi vida, en el tener un trabajo rutinario del cuál estaba más que cualificado para hacer, que los retos que me ofrecía eran de poco interés para mi, que el tiempo que tenía libre era poco y mal utilizado, que en la realidad hacía mucho había dejado de hacer las cosas que yo quería hacer, porque no sabía que era lo que quería. Quizás fue cerca del momento en el que decidí en verdad, meter mi solicitud para la maestría en otra ciudad, era algo que quería, que siempre quise y que tenía meses negándome por ninguna razón que justificara el ser miserable no haciéndolo. El principio de esta idea, era el que no me conocía lo suficiente y no me había dado tiempo de escucharme a mi mismo, de mirarme a mi mismo, de hacerme feliz a mi mismo. ¿La razón? El miedo, como siempre. El miedo a verme y no gustarme lo que veía y la realidad es que cuando lo hice, poco había en mi con lo que estuviera conforme, con lo que estuviera contento. Pero dicen que el primer paso para resolver un problema es reconocerlo y la realidad es que seguir negándome sólo lo haría más grande. Así que con todo mi miedo y mi tristeza por estar insatisfecho de mi mismo, me miré, me escuché, me conocí un poco más.
Siempre he dicho que cada proceso de autoconocimiento en mi vida (y yo imagino que en general pasa para todos) es inmensamente difícil y este no fue la excepción. Pero dentro del dolor que es voltear a verte, encontré pequeños rayos de esperanza, pequeños logros que había alcanzado, pequeñas victorias que había tenido. Haber obtenido ese trabajo en vísperas de mi destrucción financiera fue uno, haber ascendido en ese trabajo fue otra, que reconocieran mi esfuerzo y el trabajo bien hecho fue otra, tener una pequeña versión de la independencia económica fue otra. Pero sin lugar a dudas el mayor logro y del que estaba orgulloso, fue haberme dado cuenta que era infeliz. Haberme animado en medio del miedo, a asomarme a un abismo más grande y oscuro que era yo mismo y saltar, con la esperanza de que caería de pie.
Esta fue la primera idea. La idea de que nada estaba bien, pero que de alguna forma podía encontrar paz en el caos y en ese caos, transformarme en algo mejor.
La segunda idea, es un poco más simple.
Siempre he escrito que muchas de mis epifanías, de mis cambios de opinión o mis cambios de mentalidad ante algo, llegan en un instante. Yo soy un fiel creyente de que el tiempo nos ayuda a llegar a estas realizaciones pero que no es el tiempo el que nos ayuda a alcanzarlas, sino su paso en sí.
Fue así, como después de largos meses de darle vueltas al asunto de morir repentinamente y no lograr nada de lo que ahora sabía que quería, llegué a una simple conclusión, apareció de la nada, como todo. Quizás en eso estoy equivocado, quizás no apareció de la nada, sino de mi. Y si nació de mi o de la nada, en la práctica no hace ninguna diferencia, apareció.
La simple y sencilla idea de que el morir, no importa.
Cada cultura y cada nación tiene sus propias ideas y sus propias maneras de lidiar con la muerte. En realidad, nunca he estudiado demasiado la antropología exterior de la muerte en otras culturas, pero si de algo estoy seguro, porque lo veo cada que algún extranjero menciona el Día de Muertos, es que la de los mexicanos es una muy particular. Desde niño, acostumbrado a mi cultura, siempre creí que todo lo que hacíamos, el celebrar, recordar, convivir y abrazar el recuerdo de nuestros muertos era la cosa más normal de la vida (oh, la ironía). Resulta que no todo el mundo lo hace así.
Quizás sea por esta cultura, que por mucho tiempo no me detuve a pensar en el miedo a la muerte y cuando el miedo llegó a mi, no supe qué hacer.
La solución llegó a mi un día, otro día no muy especial, otro día que ya he olvidado, otro día cuya fecha es intrascendente. Llegó del lugar de mi menos esperado y a la vez, cuando lo reconocí, creo que fue del lugar más obvio y el único del que podría haber venido. Vino de mi egoísmo. Respondiendo a la misma pregunta que había iniciado todo ¿y si mañana pasa algo y me muero?
Una parte de mi se dio cuenta que quizás la pregunta más adecuada sería ¿y si muriera en este momento, qué me pasaría? al fin y al cabo, mi miedo era morir repentinamente. La respuesta a esta pregunta, contestaba al mismo tiempo la primera.
Nada.
“Si en este momento muriera mis metas no se cumplirían, porque no habría un yo para cumplirlas, si en este momento muriera, mi familia sufriría, pero yo no estaría ahí para consolarlos, ni tampoco para escuchar su sufrir, yo simplemente… dejaría de existir. Quizás mis amigos me extrañarían, a lo mejor un par de ellos iría a mi funeral, a lo mejor uno se acordaría los siguientes años de fechas como mi cumpleaños o el día en que morí, hasta que eventualmente lo olvidaran y siguieran con sus vidas, los lugares que no visité no me extrañarían, pues nunca supieron que existía en primer lugar. Las personas que nunca conocí, no podrían extrañar algo que no tuvieron. Si en este momento muriera, el menos afectado (muerte a parte) sería yo, pues ninguna de las preocupaciones (que ahora me aquejan por no estar) importarían, no habría un yo para preocuparse. Si yo no pudiera decidir sobre mi muerte y sucediera en este momento, no hay mucho que pudiera hacer ¿o si?. Si algo pasara mañana y muriera, sería lo mismo, entonces ¿por qué preocuparme?”.
Eso pensé en aquel entonces, y después de darme cuenta del sentido de mis pensamientos, al fin encontré la paz y el miedo se fue, como el conocer el nombre del mal le quita su fuerza, de la misma manera el miedo comenzó a remitir y eventualmente desapareció. Desde entonces, se desarrollaron en mi dos conceptos referentes a la muerte.
Empecé a ver el fin de mi vida no como la muerte, sino como el fin del mundo. Después de todo, si lo piensan bien, eso es. El día que este cuerpo deje de respirar, este corazón deje de latir y este cerebro deje de pensar, el mundo se habrá terminado para mi. Independientemente si los edificios siguen de pie, si el planeta no se ha sobrecalentado, si los glaciares no se han derretido, si un virus mortal acaba con la civilización y si un nuevo orden de vida está formándose, nada de eso importará. Es el fin del mundo para mi.
Consecuentemente la muerte tomó un significado un poco más romántico, quizás producto de haber leído la Divina Comedia hace muchos años o de simplemente haber escuchado en algún lado, que las personas simplemente mueren cuando dejamos de recordarlas. Yo creo que el día que la última persona que me recuerde me haya olvidado, moriré al fin. Quizás por eso mi mayor miedo siempre ha sido el ser olvidado.
Pero volviendo al tema, estas dos ideas me dieron la capacidad de superar ese miedo que se presentaba por primera vez. Pero de alguna forma, el miedo a vuelto de nuevo en las últimas semanas. Digo de alguna forma, pero tengo una idea bastante clara de cómo ha vuelto y tiene que ver, precisamente con el estado de emergencia en el que nos encontramos, la pandemia global que nos envuelve y la situación de constante estrés que vivo todos los días por ella.
En las últimas semanas he experimentado una serie de síntomas un tanto inusuales para mi, físicamente mi pecho comenzó a sentir una opresión del lado izquierdo que con el paso de los días ha ido remitiendo cada vez más lentamente. Según la médico internista que me revisó al llegar a mi ciudad, todo se trata de consecuencias del ERGE (algo que nunca había tenido hasta hoy) producto del estrés sin precedentes en el que se ha convertido mi vida diaria. Una parte de mi quiere creerle, otra parte de mi, está seguro de que es algo más y que en cualquier momento me puede explotar el corazón o algo así, tanto Bel como la doctora me dijeron que eso es muy muy poco probable, que las cardiopatías por lo general no se presentan así y que además tengo un cuadro congruente con ERGE, pero que alguien le haga entender eso a mi cerebro. El dolor se ha estado desplazando (creo) hacia la izquierda, hacia mi brazo y sinceramente es congruente con aquellos que he sentido al estar sometido a mucho estrés, siento músculos de la espalda tensos y quizás un masaje solucionaría todo (estoy seguro que dormir una noche a la semana con Bel me quitaría todos los males) pero en tiempos de distanciamiento social, eso es simplemente imposible. Así que aquí estoy yo, con mi estrés por mi cuenta, estrés que agrava el ERGE y síntomas del ERGE que agraban mi paranoia, al punto de afectar mi mente. Una mente no tan fuerte como la creía, hace unos días sentí de la nada un sueño insoportable, muy extraño para mi, y como en ocasiones anteriores, sentí que me iría a dormir y no despertaría, me iba a dormir con miedo. Miedo de no estar para ellos, no estar para mi un día más. Y sin embargo, sigo despertando.
Se que este estrés me causa mal y estoy haciendo todo lo que puedo para liberarlo, para desestresarme, pero siento que no siempre es suficiente y cómo podrán darse cuenta, es un círculo vicioso del que se que no saldré en los próximos 3 meses, no creo que estas medidas vayan a durar menos, así que algo tendré que hacer, pero ¿qué?
El día de ayer me di cuenta de algo, algo de lo que debí haberme dado cuenta hace tiempo y algo que muchas veces he tenido que hacer, simplemente mi mente no había (quizás aún no lo hace) dimensionado a qué escala tendrá que ser, pero las cosas ya nunca volverán a ser “como antes” y entre más pronto lo acepte y empiece a cambiar, mejor será para mi. Pero de eso puedo hablar luego, ya que lo tenga más claro, mientras tanto hay algo que puedo y siento que debo resolver primero. Este miedo renovado.
El miedo a infectarme crece a medida que los casos se esparcen más y más rápido en mi sociedad, porque me doy cuenta que va a ser imposible, al menos para mi, de aislarme de todo, aún necesitamos ir al supermercado e incluso si no vamos nosotros y usamos el servicio a domicilio, alguien lo traerá y ese alguien pudiera estar infectado sin saberlo, incluso ahora mismo, que tengo sólo dos días sin salir de casa (porque era necesario salir esta semana) no estoy seguro de no estar infectado y con ello de haber infectado ya a mi familia. Es un miedo constante e inamovible, mi miedo morir por el virus -a pesar de tener las estadísticas a mi favor- no remite, pues la situación del país y de los servicios de sanidad se degrada cada día que pasa. Y no hay nada que pueda hacer al respecto. Quizás esa sea la clave. Habrá si acaso un puñado de cosas que pueda hacer, que no afecten directamente mis posibilidades de contagio, pero si de sobrevivir a esta pandemia. Hacer ejercicio para desestresarme y fortalecer mi cuerpo, comer bien, dormir bien, descansar mi mente, expresar mis sentimientos, liberar mis emociones, aceptar que quizás todo está mal, pero que no es el fin. Al menos, no todavía. Y sin embargo, esto se trata sobre el fin del mundo.
Si el fin del mundo llegara a mi mañana, de la mano de esta enfermedad o de la mano de otra, no hay nada que pueda hacer, pero si hay mucho que he hecho. Quizás lo que haya hecho hasta ahora no parezca digno de una biografía famosa como la de Albert Einstein, Nikola Tesla o algún personaje de la historia que recordamos, pero es importante para mi. Si el fin del mundo llegara mañana, sabría que luché hasta el fin, sabría que me atreví en el camino, que tomé riesgos, que salí del lugar donde nací a buscar lo que quería, que conocí a personas interesantes y seres extraordinarios, sabría que encontré a la persona con la que quiero pasar el resto de mis días y que la amé, la amé como ella me amó a mi y que no dejé de pasar ninguna oportunidad de demostrárselo. Sabré que intenté volver a mi familia y que a pesar de su leucemia, intenté todo lo que estaba a mi alcance para darle la mejor vida que pude a mi gato, sabré que hice cosas que nunca me creí capaz y que el mundo se acaba sabiendo que soy capaz de hacer cosas de las que hoy no me creo capaz, si el fin del mundo llegara se que mi esperanza no me abandonará y que mi optimismo me acompañará hasta el fin.
Si el fin del mundo llegara, no habría nada que pudiera hacer para evitarlo. Pero mientras el mundo no se acabe para mi, seguiré intentando, seguiré luchando. Pues en cada latido, en cada respiro y en cada pensamiento, hay una oportunidad.